Estos últimos fines de semana los hemos dedicado a esquiar, aprovechando que es la temporada, y a explorar un poco la costa y sus playas, aprovechando que ya comienzan a salir algunos días buenos.
Con el esquí no tuvimos mucha suerte, pues este invierno ha sido algo escaso de nieves. Aún así, algo pudimos hacer. El primer fin de semana que subimos a esquiar, lo hicimos a la pequeña estación de esquí de Lagunillas, en el Cajón de Maipo, a algo más de hora y media de casa. Es una estación de esquí de ambiente familiar, con pocas pistas y fáciles, para iniciarse y aprender a esquiar. Cuando llegamos después de todo el madrugón y el viaje, resulta que estaba cerrada por falta de nieve. La pobre Sara se moría de ganas de esquiar, y cuando nos dijeron que no funcionaban los remontes la pobre se llevó un chasco enorme, y ni siquiera sus sollozos fueron suficiente para convencerlos de que abrieran.
Para no desaprovechar el día, nos colocamos en una rampa con nieve y Sara y Bruno estuvieron bajando con los esquíes un rato. Cuando se cansaron alquilamos un trineo y se lo pasaron bien tirándose con el trineo (y nosotros hicimos un buen ejercicio estirando del trineo ladera arriba).
Tomando algo calentito para entrar en calor.
En los pies de las pistas, sin nieve.
Después de una parada para comer unos bocadillos y de unas cuántas bajadas más en trineo, aprovechamos para subir hasta un collado desde el que se contemplaban unas hermosas vistas de la cordillera.
Ahí va Natalia arrastrando el trineo y Sara y Bruno detrás.
Una semana después, decidimos volver a probar suerte. Esta vez nos acercamos a la estación de esquí de Farellones. Farellones forma parte del grupo de estaciones de esquí que se encuentran más próximas a Santiago, junto con El Colorado, Valle Nevado, y La Parva. A todas ellas se accede por la carretera que parte desde el barrio de Las Condes en Santiago, después de innumerables curvas para salvar el tremendo desnivel que hay en tan poco espacio.
Esta vez sí estaba abierta, pero no en su totalidad, funcionando sólo un telearrastre para principiantes, y sin que la nieve estuviera en su mejor momento. Ya que estábamos allí, decidimos probar suerte. Al principio la nieve estaba congelada, y llena de pisadas y trazas, así que costaba horrores mantener los esquís y controlar la bajada. Aún así, Sara se lanzaba bien. Poco a poco, la nieve se fue reblandeciendo y la cosa mejoró, afortunadamente, porque yo tenía las piernas agarrotadas de la tensión para no caerme. Pero no tuve alivio, porque a Bruno había que bajarle entre las piernas sujetándole en una cuña forzadísima para que no se escapara, así que al cabo de unas cuántas bajadas me creía morir.
Lo más divertido era el sistema de telearrastre, o andarivel, como le llaman aquí, que consistía en el clásico cable enrollable con una barra a la que te agarras, pero en vez de acabar en el típico platillo que te colocas entre las nalgas, tenía un cuerno a cada lado, de modo que podían sentarse dos a la vez. Pero era la cosa más inestable que he visto nunca. Aparte de que se escapaba muy fácilmente, cuando ibas sólo te desequilibraba hacia un lado, y cuando ibas acompañado de un niño, había que buscar una posición a medio camino entre su trasero y el tuyo, con lo cual quedaba de lo más ortopédico y para que no escapara había que agarrar con una mano el cable y con la otra la punta del cuerno que te había tocado (apañándotelas para llevar a la vez los bastones en la misma mano). Yo iba tan agarrotado que los últimos metros de subida se me hacían insufribles. Además, había que estar súper concentrado, porque con las irregularidades del terreno, al mínimo despiste, o cualquier extraño que hiciera tu compañero, era caída segura, cosa que ocurrió en innumerables ocasiones. Los que iban aprendiendo con el snowboard creo que nunca consiguieron llegar hasta arriba.
A la izquierda se pueden apreciar los andariveles con asientos en forma de doble cuerno. Junto a Sara hay un snowboard, posiblemente de alguien que decidió suicidarse.
Total que entre que bajaba y subía agarrotado y la concentración que requería el andarivel, a mediodía tenía ya tal agotamiento físico y mental que después del bocadillo no me quedaron más ganas de ponerme de nuevo los esquís. Así que Bruno y yo comenzamos a recogernos mientras Sara y Natalia hacían las últimas bajadas antes de volver a casa.
Comiendo mi bocata con cara de "se va a volver a poner los esquís Rita la cantaora".
Al final el día estuvo también bien aprovechado, y eso sí, ejercicio hicimos un rato. Lo mejor es que Sara se desquitó a gusto después de la frustración del fin de semana pasado, y lo cierto es que no paró de esquiar en todo el día. Y Bruno no se quejó nada y tampoco se sacó los esquís hasta el final.
Otro fin de semana más y decidimos cambiar de aires para respirar algo más marino. Después de nuestra última visita a Valparaíso y Reñaca, echábamos de menos el olor a salitre y algas, aunque esta vez preferimos buscar algo menos turístico, así que armados con la guía Copec nos lanzamos a explorar el tramo de costa que nos queda más a mano desde casa, de San Antonio hacia el Sur, esperando encontrar algo más salvaje y solitario. Fue así como llegamos al pueblo de Navidad y la playa de Matanzas.
Antes de llegar a Matanzas hay un mirador desde el que se divisa una preciosa vista del litoral.
Desde arriba, el sitio prometía, y el día era inmejorable.
Bajamos hasta Matanzas, un pueblecito costero con una sola calle que desemboca en la playa junto a la caleta de pescadores. El lugar era bien bonito, con una duna impresionante entre el acantilado y el mar en la que Sara y Bruno se lo pasaron pipa tirándose por la arena.
Llegando a lo alto de la duna se podía acceder a la playa que había más al sur, la cual era enorme, kilométrica, y estaba completamente desierta. Tan sólo alguna casita dispersa en el acantilado que no le quitaba encanto al lugar. Descendimos hasta ella y nos instalamos junto a la orilla para disfrutar del espectáculo del Pacífco.
Después de un buen rato de juego y contemplación regresamos a Matanzas para picar algo en alguno de los minilocales de la caleta de pescadores antes de regresar a casa. Delicioso ceviche y riquísima pizza recién hecha.
Regresando a Matanzas.
La caleta de pescadores y sus locales de comida.
Por el paseo marítimo de Matanzas.
Venta ambulante de café. Sobrecitos de café y un termo con agua caliente. El café habría estado rico de no ser por el agua que sabía a rayos. Seguramente era del grifo. Qué manera de echar a perder un negocio tan simple.
La vuelta a casa la hicimos por una carretera que se dirigía por el interior hacia Melipilla, cruzando por el lago Rapel. La verdad es que fue una jornada bien bonita, sobre todo teniendo en cuenta que estamos en pleno invierno.
Por cierto que el día 22 hizo un año de nuestra llegada a Chile, así que lo celebramos cenando tortilla de patatas y pan con tomate y jamón. El toque chileno lo pusieron la palta machacada y una riquísima cerveza Kunstmann.